Page 81 - 07. Saga Las Cronicas De Narnia
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XIV LA NOCHE CAE SOBRE NARNIA

      Todos estaban al lado de Aslan, a su derecha, y miraron por el abierto portal.
       La fogata se había apagado. En la tierra todo era tiniebla; verdaderamente no habrías
podido decir que mirabas un bosque si no vieras el punto donde terminaban las oscuras
siluetas de los árboles y comenzaban las estrellas. Pero después que Aslan hubo rugido una
vez más, a su izquierda distinguieron otra silueta negra. Es decir, vieron otra mancha donde
no había estrellas; y la mancha se fue alzando más y más alto y se transformó en la silueta de
un hombre, en el más inmenso de todos los gigantes. Todos conocían Narnia lo
suficientemente bien para calcular en qué sitio debía estar parado. Ha de estarlo sobre los
elevados páramos que se extienden hacia el norte más allá del Río Shribble. Entonces Jill y
Eustaquio recordaron que, mucho tiempo atrás, en las profundidades de las cavernas,
debajo de aquellos páramos, ellos vieron un enorme gigante dormido cuyo nombre era
Padre Tiempo, según les dijeron, quien despertaría en el día del fin del mundo.
       —Sí —asintió Aslan, aunque ellos no habían hablado—. Mientras permaneció
dormido su nombre fue Tiempo. Ahora que ha despertado tendrá un nuevo nombre.
       Entonces el inmenso gigante acercó un cuerno a su boca. Pudieron verlo gracias al
cambio de posición de la negra silueta que se perfiló contra las estrellas. Después de eso, un
buen poco después, ya que el sonido viaja tan lentamente, escucharon la melodía del
cuerno: aguda y terrible y, sin embargo, de una extraña y mortal belleza.
       Inmediatamente el cielo se pobló de estrellas fugaces. Hasta una estrella fugaz es algo
precioso de ver; mas, acá había decenas y luego veintenas y luego cientos, hasta parecer
una lluvia de plata; y aumentaban y aumentaban. Y cuando esto hubo durado ya bastante
rato, a uno o dos de ellos se les ocurrió que había otra silueta oscura dibujada contra el cielo
igual que la del gigante. Fue en un lugar distinto, justo encima de ellos, arriba en el mismo
techo del cielo, si pudiéramos llamarlo así. “Podría ser una nube”, pensó Edmundo. Como
fuera, allí no había estrellas: sólo la oscuridad. Pero en torno, el aguacero de estrellas
continuaba. Y entonces la mancha sin estrellas comenzó a crecer, esparciéndose más y más
allá desde el centro del cielo. Y de pronto un cuarto del cielo estaba negro, y luego la mitad,
y al final la lluvia de estrellas fugaces seguía cayendo solamente por allá abajo cerca del
horizonte.
       Con una estremecedora sensación de asombro (y algo de terror también)
comprendieron de súbito lo que estaba sucediendo. La creciente tiniebla no era en
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