Page 28 - 07. Saga Las Cronicas De Narnia
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—Por la Melena del León —gritó Tirian—. ¡Aquellos dos! El Señor Dígory y la Señora
Polly! ¡Del alba del mundo! ¿Y todavía están vivos en tu país? ¡Qué maravilla y qué gloria!
Pero cuéntame, cuéntame.

       —Ella no es nuestra verdadera tía, has de saber —dijo Eustaquio—. Ella es la señorita
Plummer, pero la llamamos tía Polly. Bueno, ellos dos nos reunieron a todos; en parte sólo
para entretenernos y para que pudiéramos hablar hasta por los codos de Narnia (porque,
por supuesto, no hay nadie más con quien podamos hablar de estas cosas), pero en parte
porque el Profesor tenía la sensación de que, de alguna manera, nos necesitaban aquí. Y
entonces tú llegaste como una aparición o que sé yo qué y casi nos mataste de susto y te
esfumaste sin decir una palabra. Después de eso, dimos por seguro que algo sucedía. La
pregunta que se planteaba era cómo llegar aquí. No puedes hacerlo sólo con desearlo. Así
es que hablamos y hablamos y por fin el Profesor dijo que el único medio eran los Anillos
Mágicos. Fue con esos Anillos que él y la tía Polly llegaron aquí hace tanto, tanto tiempo,
cuando apenas eran unos niños, años antes de que nosotros, los más jóvenes, hubiéramos
nacido. Pero los Anillos habían sido enterrados en el jardín de una casa en Londres (esa es
nuestra ciudad principal, Señor) y la casa había sido vendida. Entonces el problema era
cómo conseguirlos. ¡No adivinarías jamás lo que hicimos al final! Pedro y Edmundo —ese es
el gran Rey Pedro, el que te habló— fueron a Londres para entrar al jardín por detrás, muy
temprano en la mañana antes de que se levantara la gente. Se habían disfrazado de obreros
para que, si alguien los veía, pareciera que habían venido a componer algo en los desagües.
Me habría encantado haber estado con ellos; debe haber sido salvaje de divertido. Y deben
haber tenido éxito, ya que al día siguiente Pedro nos envió un telegrama —ese es una
especie de mensaje, Señor, ya te lo explicaré en otra ocasión— diciendo que tenía los Anillos.
Y el día siguiente era el día en que Pole y yo teníamos que regresar al colegio; somos los
únicos dos que todavía vamos al colegio y estamos en el mismo. De modo que Pedro y
Edmundo quedaron de encontrarse con nosotros camino al colegio y entregarnos los
Anillos. Teníamos que ser nosotros dos los que viniéramos a Narnia porque, sabes, los
mayores no pueden volver más. Así es que nos subimos al tren —es una cosa en que la
gente viaja allá en nuestro mundo: una cantidad de vagones encadenados juntos— y el
Profesor y la tía Polly y Lucía vinieron con nosotros. Queríamos estar juntos lo más que
pudiéramos. Bien, estábamos en el tren. Y ya íbamos a llegar a la estación donde debíamos
encontrarnos con los otros, y yo miraba por la ventana para ver si podía divisarlos cuando
de repente hubo una sacudida espantosa y un ruido: y estábamos en Narnia y Su Majestad
estaba atado a un árbol.

       —¿Entonces nunca usaron los Anillos? —preguntó Tirian.
       —No —repuso Eustaquio—. Ni siquiera los vimos. Aslan lo hizo todo por nosotros a
su manera, sin ningún Anillo.
       —Pero el gran Rey Pedro los tiene —dijo Tirian.
       —Sí —afirmó Jill—. Pero no creemos que pueda usarlos. Cuando los otros dos
Pevensie —el Rey Edmundo y la Reina Lucía— estuvieron aquí la última vez, Aslan les dijo que
no volverían nunca más a Narnia. Y le dijo algo parecido al gran Rey, sólo que mucho antes.
Puedes estar seguro de que vendría como un balazo si lo dejaran.
       —¡Cielos! —exclamó Eustaquio—. Está haciendo calor con este sol. ¿Falta mucho,
Señor?
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