Page 37 - 01. Saga Las Cronicas De Narnia
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Ensu mentedecidióquéclasedepalaciotendría,cuántosautos;pensó conlujodedetallesen cómo sería su propia sala de cine, donde
correrían los principales trenes, las leyes que dictaría contra los castores y sus, diques... Estaba dando los toques finales a algunos
proyectos para mantener a Pedro en su lugar, cuando el tiempo cambió. Primero dejó de nevar. Luego se levantó un viento huracanado y
sobrevino un frío intenso que congelaba hasta los huesos. Finalmentelasnubesseabrieronyapareciólaluna.Eralunallenaybrillabaental
forma sobre la nieve que todo se iluminó como si fuera de día. Sólo las sombras producían cierta confusión.
Si la luna no hubiera aparecido en el momento en que se llegaba al otro río,Edmundo nuncahabría encontrado su camino. Ustedes recordarán
que él había visto (cuando llegaron a la casa del Castor) un pequeño río que, allá abajo, desembocaba en el río grande. Ahorahabía llegado hasta
allíydebía continuarporelvalle.Peroésteeramuchomásabrupto yrocoso queelqueacababa de dejar. Estaba tan lleno de matorrales y
arbustos, que si hubiera estado oscuro habría podido avanzar. Incluso, así, el niño se empapó porque debía caminar
inclinado para pasar bajo las ramas y éstas estaban cargadas de nieve, y la nieve se deslizaba continuamente y en grandes cantidades sobre su
espalda. Cada vez que esto sucedía, pensaba más y más en cuánto odiaba a Pedro..., como si realmente todo lo que le pasaba fuera culpa de él.
Al fin llegó a un lugar en que la superficie era más suave y lisa, y donde el valle se abría. Allí, al otro lado del río, bastante
cerca de él, en el centro de un pequeño plano entre dos colinas, vio lo que debía ser la casa de la Bruja Blanca. La luna
alumbraba ahora más que nunca. La casa era en realidad un castillo con una infinidad de torres. Pequeñas torres largas y puntiagudas se
alzaban al cielo como delgadas agujas. Parecían inmensos conos o gorros de bruja. Brillaban a la luz de la luna y sus largas
sombras se veían muy extrañas en la nieve. Edmundo comenzó a sentir miedo de esa casa.
Pero era demasiado tarde para pensar en regresar. Cruzó el río sobre el hielo y se dirigió al castillo. Nada se movía; no se oía ni el más
leve ruido en ninguna parte. Incluso sus propios pasos eran silenciadospor la nieve recién caída. Caminó y caminó, dio vuelta una esquina
tras otra esquina de la casa, pasó torrecilla tras torrecilla... Tuvo que rodear el lado más lejano antes de encontrar la puerta de
entrada. Era un inmenso arco con grandes rejas de hierro que estaban abiertas de par en par. Edmundo se acercó cautelosamente y se escondió
traselarco.Desdeallímiróelpatio,dondevioalgoquecasiparalizóloslatidosdesucorazón.Dentrodelareja se encontraba un inmenso león;
estaba encogido sobre sus patas como si estuviera a punto de saltar. La luz de la luna brillaba sobre el animal. Oculto en la
sombra del arco, Edmundo no sabía qué hacer. Sus rodillas temblaban y continuar su camino lo asustaba tanto como
regresar. Permaneció allí tanto rato que sus dientes habrían castañeteado de frío si no hubieran castañeteado antes de
miedo. ¿Por cuántas horas se prolongó esta situación? Realmentenolosé,peroparaEdmundofuecomounaeternidad.
Por fin se preguntó por qué el león estaba tan inmóvil. No se había movido ni un centímetro desde que lo descubrió. Se aventuró un
poco más adentro, pero siempre se mantuvo en la sombra del arco, tanto como le fue posible. Ahora observó que, por la
forma en que el león estaba parado, no podía haberlo visto. («Pero, ¿y si volviera la cabeza?», pensó Edmundo.) En efecto, el león miraba
fijamente hacia otra cosa..., miraba a un pequeño enano que le daba la espalda y que se encontraba a poco más de un metro de
distancia.
—¡Ajá! —murmuró Edmundo—. Cuando el león salte sobre el enano, yo tendré la oportunidad de escapar.
Sin embargo, el león no se movió y tampoco lo hizo el enano. Y ahora, por fin, Edmundo se acordó de lo que le habían contado: la Bruja Blanca
transformaba a sus enemigos en piedra. A lo mejor éste no era más que un león de piedra. Y tan pronto como pensó en esto, advirtió que la
espalda del animal, así como su cabeza, estaba cubierta de nieve. ¡Por cierto que era una estatua! Ningún animal vivo se
habría quedado tan tranquilo mientras se cubría de nieve. Entonces, muy lentamente y con el corazón latiendo como si
fuera a estallar, Edmundo se