Page 68 - 07. Saga Las Cronicas De Narnia
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un silbar de flechas. Eran los Enanos los que disparaban y — por unos momentos Jill apenas
daba crédito a sus ojos— disparaban contra los Caballos. Los Enanos son arqueros certeros.
Caballo tras caballo fueron derribados. Ninguna de aquellas nobles Bestias alcanzó a llegar
hasta el Rey.
—¡Canallas! —chilló Eustaquio, pataleando de ira—. ¡Bestiezuelas sucias, inmundas,
traidoras!
Hasta Alhaja dijo: “¿Quieres que corra detrás de esos Enanos, señor, y ensarte a diez
de ellos con mi cuerno a cada arremetida?” Mas Tirian, con su cara dura como la piedra, dijo:
“Cálmate, Alhaja. Si vas a llorar, querida (esto a Jill) vuelve tu cara para otro lado y cuida de
no mojar las cuerdas de tu arco. Y calla, Eustaquio. No regañes como una fregona. Los
guerreros no regañan. Su único lenguaje es o las palabras corteses o los golpes rudos.
Pero los Enanos se burlaban de Eustaquio.
—Fue una sorpresa para ti, ¿no es cierto, muchachito? Creíste que estábamos de tu
lado, ¿eh? Ni pensarlo. No queremos más Caballos que Hablan. No queremos que ni
ustedes ni los otros ganen. No pueden engañarnos a nosotros. Los Enanos con los Enanos.
Rishda Tarkaan se encontraba todavía hablando a sus hombres, sin duda haciendo los
planes para el próximo ataque y probablemente arrepentido de no haber mandado todas
sus fuerzas al primero. El tambor sonaba siempre, bum, bum. Luego, para su espanto, Tirian
y sus amigos escucharon, muy débil como si viniera de una gran distancia, otro tambor que
respondía. Otro ejército de calormenes había oído la señal de Rishda y venía a apoyarlo. No
habrías adivinado en el rostro de Tirian, que había ya perdido toda esperanza.
—Escuchen —murmuró con voz flemática—, hay que atacar ahora, antes que aquellos
sinvergüenzas reciban refuerzos de sus amigos.
—Acuérdate, señor —opinó Poggin—, que aquí tenemos la buena muralla de madera
del Establo a nuestras espaldas. Si avanzamos, ¿no será posible que nos rodeen y nos
encontremos con puntas de espadas en medio del pecho?
—Yo diría lo mismo que tú, Enano —repuso Tirian—, si no fuera porque su plan es
precisamente obligarnos a entrar al Establo. Lo más alejados que estemos de aquella mortal
puerta, será mejor.
—El Rey tiene razón —dijo Largavista—. Apartémonos a cualquier precio de este
maldito Establo, y del duende que lo habita.
—Sí, vámonos —dijo Eustaquio—. He llegado a odiar su sola vista.
—Bien —dijo Tirian—. Ahora miren allá a nuestra izquierda. Deben ver una gran roca
que brilla como blanco mármol a la luz del fuego. Primero que nada atacaremos a esos
calormenes. Tú, damisela, saldrás a nuestra izquierda y dispararás lo más rápido que
puedas contra los soldados; y tú, Aguila, vuela a la derecha, directo a sus caras. Entretanto los
demás cargaremos contra ellos. Cuando estemos tan cerca, Jill, que no puedas seguir
disparándoles por miedo a herirnos a nosotros, regresa a la roca blanca y espera. Los otros,
mantengan el oído atento, incluso en medio del combate. Tenemos que obligarlos a
replegarse en pocos minutos o no lo lograremos, ya que somos menos que ellos. En cuanto
yo grite “Atrás”, entonces hay que correr precipitadamente a reunirse con Jill en la roca
blanca, donde tendremos protección a nuestras espaldas y donde podremos respirar un
rato. Ahora, vete Jill.
Sintiéndose terriblemente sola, Jill corrió unos veinte metros, echó atrás su pierna